Bernardo bonowitz, OCSO, Nossa Senhora do Novo Mundo
LA FORMACION COMO TRANSMISION DE LA VIDA
Mientras reflexionaba sobre el tema de esta participación, “transmisión de la vida”, me vino a la mente el texto de San Pablo, “Les comuniqué – transmití – a vosotros lo que yo mismo había recibido” (1 Cor. 11.23) En realidad, eso mismo ha sido mi empeño durante los últimos 15 años: transmitir lo que se me había dado a mí.
Transmitir – no modificar – porque era en realidad tan extremadamente rico, sobre todo en los años de formación.
Permítanme contar algo de lo que recibí en mi formación y lo que por lo tanto sé por experiencia: que un monasterio es capaz de transmitir, y lo que creo que está llamado a transmitir.
De entrada, el monasterio (Spencer) fue el lugar donde recibí a Cristo. Todos ustedes saben que soy converso del judaísmo, pero pienso que, sobre todo hoy, éste es el absoluto que un monasterio posee y transmite, y no sólo a los conversos: “la insondable riqueza de Cristo”; conocerlo como “el Hijo vivo del Dios vivo”. Es esto lo que me dijo el monasterio desde el primer momento en que entré por la puerta de la hospedería: “Cristo es Dios”.
El monasterio, por ser sí mismo, me dió el Reino de Dios en la tierra. Se reveló a sí mismo como el locus de la belleza, santidad, lucha por la fidelidad, y un ambiente de amor humano. Ocupa ese lugar en mis sueños hasta el día de hoy.
En la formación monástica, se me pidió todo. Esa fue la experiencia central del noviciado. Muchas fueron las veces cuando rezaba el versículo de los salmos: “He llegado al fin de mis fuerzas” (Sal. 68,21) – lo que era la simple verdad, pero se me pidió seguir avanzando.
En una entrevista con el abad, se me preguntó, “¿Cuál es el sacrificio más grande que Dios te pudiera pedir?” Cuando se lo dije, me contestó, “Cuando terminemos esta conversación, vete, y delante del Santísimo ofrécelo a Dios.”
No sentí esto como falta de humanidad, sino más bien como un honor inmenso. Se me había pedido ser hombre, y Cristiano.
Al mismo tiempo, me daba cuenta constantemente mediante palabras , gestos, y silencios discretos de los monjes, de que en cuanto no alcanzaba asostenerme por mi mismo, estaba siendo llevado por la comunidad.
Mediante la dirección espiritual, se me convenció que nada es más importante que el oir y cumplir la voluntad del Padre......sin importar cuánto se debe esperar para llegar a desubrir esa voluntad. Aprendí que se habrá de esperar una revelación, y que Dios le manifiesta su voluntad al que la espera con fe y con deseo.
Una gran sorpresa fue el ambiente de confianza teologal que encontré en el monasterio – lo misterioso y seguro de la fe. Al contar a mi maestro de novicios que había llegado a convencerme que en conciencia debiera dejar el monasterio porque sentía dudas ante algunas formulaciones de doctrina Mariana en uno de los cursos del noviciado, se me contestó “Duda todo lo que puedas”. Y así lo hice, sólo para escubrir que paradójicamente, fue éste el camino que me llevó a la paz y a la fe.
En otra ocasión, cuando sentía que mi mundo teologal se venía abajo, un monje mayor me dijo: “Bueno, tú eres teólogo, ¿no es cierto? Cada cinco años, todo se va desintegrando, y Dios volverá a edificarlo.”
La vida del noviciado me convinció que mi vocación no es una carga. Un día durante la lectio un refrán se compuso sólo: “Mi vocación es mi salvación.” Uno permanece en el monasterio porque la vida monástica es la salus personal – tanto en esta vida, como en preparación para la vida venidera.
Sobre todo, me sentía sostenido por la oración, el amor, el sacrificio....y sin embargo dejado por entero en manos de Dios. Era muy especial sentirme envuelto en la castidad paterna y fraterna. (La castidad –forma monástica de la caridad).
Mi conclusión: “No soy mejor que mis padres.” Esto lo digo con gratitud y alegría, y no con amarga resignación. “Un discípulo no es mayor que su maestro. Basta con que sea como su maestro.”
He aquí mi deseo, el deseo por el que he dado lo mejor que puedo: que por medio de la comunidad de Novo Mundo y de mí como su abad, alguien haya recibido la vida – vive: la vida de Dios, la de la Iglesia, la de la Orden, la de la comunidad, la mía, y la de ellos mismos, pero sobre todo, la de Dios y la suya.