M. Giovanna Garbelli, OCSO, Ab. de Matutum, Philippinas
Formar a la unidad en la Verdad
Si en el siglo veinte la humanidad consideró como el valor más alto la palabra "libertad", podemos decir que el camino hacia la libertad, perseguida con pasión por los hombres modernos, no ha, de hecho, creado un mundo más libre, sino más bien un mundo más injusto y confuso porque la libertad se ha identificado con la posibilidad de hacer cualquier cosa que se desea hacer. De este modo se ha desligado el deseo del hombre de su finalidad natural (predestinada): la verdad, el bien, lo bueno y lo eterno.
Si queremos identificar el problema del pensamiento contemporáneo, tan marcado por el relativismo, tenemos que decir que el problema se sitúa justamente en la palabra "verdad" o mejor en la relación entre la verdad y la libertad. La mentira del proyecto educativo moderno consiste en afirmar que “yo soy el proyecto de mí mismo" y por lo tanto la satisfacción del deseo se convierte en derecho: cada uno tiene derecho a perseguir su deseo y nadie puede interferir con este derecho si no quiere ser sellado como tirano. Es evidente que si la verdad propuesta por el exterior (autoridad, familia, iglesia, sociedad…) obstaculiza mi deseo, la verdad es percibida como opresiva y por tanto no correspondiente a mi conciencia. Hemos dejado a los jóvenes en manos de sus deseos, no solos, los hemos también favorecido y manipulados con los medios de comunicación y las modas, recogiendo un fruto de muerte en los paraísos artificiales de las drogas, sexo, alcohol y diversión. La eliminación de la autoridad es la abolición del principio de crecimiento, de la transmisión de una experiencia, de la posibilidad de recibir una herencia y enfrentarse con ella para edificar, a la vez, el bien que queremos transmitir.
La eliminación del "padre" y por tanto de la relación entre libertad y verdad es el gran desafío que debemos enfrentar hoy si queremos educar a nuestros jóvenes. La falta del padre es el gran vacío que se percibe bajo la escogida de no fiarse de nadie y en el “amable” rechazo a seguir alguien que educa. Los jóvenes tienen miedo de ser engañados de nuevo y de padecer otra violencia.
Por otra parte nos encontramos frente a grandes fenómenos como el Día Mundial de la Juventud al cual participan centenares de millares de jóvenes, un fenómeno que nos hace pensar que todavía la iglesia puede ser su casa. Deberíamos preocuparnos más escuchar a los jóvenes e intentar de comprender porque encuentros de este tipo les atraen.
Una chica de Moscú por ejemplo da este testimonio: "¿Por qué deseo mucho ir a Madrid? Porque en la iglesia he encontrado algo bello, y mi vida ha sido completamente revolucionada. Voy, entonces a Madrid, para pedir que este encuentro sea para siempre. Sin embargo este camino, no es posible vivirlo sola, necesito puntos firmes". Para Tim, un chico australiano de Sandhurst, este punto firme ha sido la palabra de su obispo monseñor Joe Grech. Después de su repentina muerte, Tim ha decidido continuar su obra con los jóvenes y dedicarse a prepararlos y conducirlos al GMG de Madrid, pero no sólo a Madrid, sino de acompañarlos también en peregrinación a Ávila y Segovia porque su obispo era devoto de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz.
Al fondo, el corazón, la conciencia de los jóvenes desea el cumplimiento: es decir, un proyecto que cumpla el deseo, y lo cumpla para siempre, una propuesta verdadera que pueda cambiar la vida, que haga experimentar algo bello, que les ayude a esperar. Algo de auténtico que dé sentido a la vida. Desean que esta propuesta de cumplimiento venga de nosotros, los adultos, aunque no lo saben expresar o no sean capaces de fiarse: desean encontrar a personas verdaderas, acreditados (autorevoli).
Es la verdad que nos hace libre, no la satisfacción del deseo inmediato.
El carisma Cisterciense está intensamente arraigado en la verdad, lo está tan claramente que San Bernardo ha resumido los doce peldaños de la humildad en los cuatro grados de la verdad. En la espiritualidad cisterciense la restauración de la semejanza divina tiene la forma de un viaje desde nuestra miseria hacia el conocimiento de si (conocerse a sí mismos en la verdad por la humillación), de la experiencia de un recibirse de nuevo sacramentalmente en las manos de la Misericordia (por lo cual la misma miseria es aceptada y amada), del compartir en la comunidad la miseria de los hermanos que están todos en las manos de la misma Misericordia (por lo cual la miseria de los otros es aceptada y amada), hasta la contemplación de la Misericordia misma. Esta experiencia es descrita también como la conversión continua desde el mío al nosotros, es decir desde el orgullo a la misericordia, que todos recibimos, y que juntos vivimos en una comunidad estable dedicada a la contemplación de Dios.
Ahora ¿cómo transmitir este carisma a las nuevas generaciones que quizás ni tampoco conocen los términos que estamos usando para describirlo?
Un carisma se puede transmitir solo si lo ofrecemos como la experiencia que ha dado consistencia y felicidad a nuestras vidas, sea personalmente sea comunitariamente; no es una cuestión de competencias o particulares estrategias, sino se trata de entrar en la acción creativa del Espíritu Santo. Es una cuestión de fidelidad a lo que somos llamados a ser, ante todo como hombres, es decir fidelidad a nuestro original destino de mediación sacerdotal entre Dios y la creación; de hijos en el Hijo a través de los cuales todo el universo adquiere voz para alabar a Dios.
Afirmar la vida monástica y el carisma cisterciense como esencialmente ordenados a hacer brillar la vocación esencial del hombre, es el desafío que el mundo contemporáneo nos lanza.
Por lo tanto la cuestión antropológica es hoy más esencial que nunca. La educación siempre presupone una concepción del hombre, una filosofía, y de esta concepción saca el método, es decir el camino, el modo de proceder (ver el documento de trabajo de M. Lucia de Nasi Pani).
Nuestras Constituciones expresan sintéticamente la concepción antropológica cisterciense declarando que el objetivo de la formación cisterciense es restaurar la semejanza divina en la persona que entra en el monasterio para buscar a Dios. Es evidente que esta restauración, como precisa la misma constitución, es el proyecto de la fe y puede ser llevada a cabo solo en el ámbito de la fe y con la ayuda del Espíritu Santo. Esta "forma" que queremos restaurar en quien viene al monasterio presupone una visión del hombre en relación con el Creador, una visión definida por el plan de la salvación, que se cumple en Cristo, y que reconduce el hombre al Padre del cual se había alejado.
De esta concepción antropológica, fundamentada en la revelación, deriva nuestro método y camino que es promover aquella vida sacramental y litúrgica, cuya estructura ya desde ahora es la imagen de lo que viviremos y seremos un día en cielo, un pueblo sacerdotal. En este camino, que es el plan de Dios, hallamos nuestra verdadera dignidad, es decir nuestro existir para “la alabanza y la gloria del Padre” y no para el poder, el éxito, el placer y la apariencia. Permaneciendo al corazón de esta vocación fundamental, por fin sabemos quiénes somos: hijos en el Hijo para la gloria del Padre. Con esta dignidad vivimos todos los gestos de la conversatio monástica orientados a la gloria de Dios.
Esta visión sacramental litúrgica, es decir, esta clara orientación a Cristo, se hace transparente en el modo en que la comunidad vive la conversatio monástica. El camino de la liturgia es también el camino de la Palabra de Dios, de la Lectio ordenada al Misterio, del trabajo para mantenernos y quedar libres de los condicionamientos externos, es el camino de la tradición, del amor a la belleza del lugar y de la dedicación a la comunidad. En ella, todo, del más humilde al más grande gesto de nuestra vida, todo adquiere sentido, y es el camino a la unidad.
Por este camino, todos, por fin, nos encontramos en la casa del Padre, todos hijos pródigos, perdonados e invitados a la celebración de la misericordia. Este es el recorrido que nos ofrece la tradición de la iglesia y de los Padres Cistercienses que hicieron de ello el centro de su espiritualidad contemplativa: es el camino real que nos lleva a la caridad y a la unidad.
Dom Timothy, en la Carta de visita del pasado julio, escribió que frecuentemente P. Chrysogonus de Gethsemani repetía que la alabanza de Dios era tan importante para los primeros cistercienses como la caridad y que las dos no se podían separar. Es un camino que tiene que ser continuamente re-escogido y convertirse en el proyecto común de la comunidad, en la visión común, aquella visión por la cual todo es orientado a la celebración de la gloria de Dios, y todas las observancias convergen hacia este mismo objetivo. En los diálogos entonces solicitamos sencillamente nuestra fidelidad a lo esencial de la vocación, con paciencia y con amistad: este constante exhortarnos recíprocamente hacia la común finalidad de la vocación crea una comunión fuerte y duradera.
En este sentido me parece que esta visión supera la aparente dicotomía contenida en la afirmación: “hemos pasado de una comunidad de observancias a una comunidad de comunión." Sería mejor decir, somos una comunidad de comunión a través de las observancias o también vivimos las observancias en la comunión. La espiritualidad de comunión consiste - decía el Beato Juan Pablo IIº - en permanecer al corazón del misterio Trinitario que habita en nosotros y ver brillar su luz en el rostro de cada hermano y hermana que vive a mi lado, de pensar a los hermanos y las hermanas en la fe como parte del Cuerpo Místico y por eso como parte de mí mismo, como hermanos a quien puedo ofrecer una auténtica amistad. Ofrecer una auténtica amistad – continúa el Beato Juan Pablo - significa afirmar lo positivo y hacer espacio al otro, en una palabra, vivir la misericordia.
Esta visión permite además de superar la dicotomía entre Lectio Divina y Liturgia y de encontrar la unidad experimentada por nuestros Padres Cistercienses entre la palabra rumiada y la palabra celebrada.
El futuro nace de convicciones comunes y de experiencias comunes, capaces de dar forma a la existencia, y de una visión común que se fundamenta en la tradición actualizada en el presente, así que pueda llegar a ser experiencia también por otros. Una liturgia vivida personalmente y comunitariamente tiene una atracción sobre los jóvenes. Muchas de nuestras jóvenes entran en el monasterio porque han quedado impresionadas por su belleza, y por la experiencia de la gloria de Dios celebrada con tanto esmero y que les ha empujadas a buscar más, a interrogarse sobre su futuro.
Sin embargo esta visión común sobre la finalidad de la observancia monástica no se transmite automáticamente. Implica un trabajo constante de reflexión y de elección para que la fidelidad a Cristo sea continuamente renovada y sostenida. Sólo así la visión se convierte en experiencia, una experiencia que se confronta profundamente con la tradición de la casa y con su autoridad, con la tradición patrística y cisterciense, con el magisterio de la Iglesia. Esta confrontación tiene que ser llevada adelante con diálogos honestos, compartiendo pensamientos y responsabilidades, para sostenernos mutuamente en el vivir juntos el misterio de ser el místico cuerpo de Cristo. La unidad objetiva de la comunidad es el fundamento de la educación a la verdad en la libertad, porque esta unidad siempre es una celebración de la misericordia que nos constituye y que nos tiene juntos. Educar a la verdad significa educar a entrar en la misericordia que nos engendra a todos.
Si el camino del conocimiento de sí, que empieza en los primeros años de formación, es claramente un camino de fe por el cual se encuentra la misericordia de Dios que nos salva de nuestra miseria y nos dona una luz nueva sobre nuestra pobreza existencial y sobre la potencia y belleza de la gracia; si este camino es el retorno a la dependencia creatural y es experimentado en la acogida de una comunidad que me recibe como hijo y en la apertura a una madre o padre espiritual, testigos del perdón del Padre celeste, guía a la interiorización de la conversatio y medio para vivir relaciones de amistad con la entera comunidad, entonces la persona encuentra el camino a la verdad y puede expresarse libremente con toda dedicación y responsabilidad. Sólo el hijo es libre como lo afirma Jesús mismo, y San Bernardo bien lo sabe cuando nos repite que para amar gratuitamente se tiene que ser hijos, no esclavos o mercenarios. El hijo es libre porque reconoce y pertenece a un centro vital fuera de sí mismo. Este centro fuera de si se convierte en principio de discernimiento que permite de juzgar y decidir, que puede sanear la ambivalencia de nuestra voluntad y doblarla decididamente al bien común. Así la experiencia de la misericordia se convierte en manantial de pensamiento, de capacidad de ponerse cada día las preguntas esenciales ("Ad quid veniste, Bernarde"?) sea personalmente sea comunitariamente y por lo tanto crea personas responsables de sus escogidas y capaces de don de sí.
Para enseñar la misericordia hace falta enseñar ante todo a discernir, es decir a dar el justo juicio sobre la realidad y sobre las personas. Los jóvenes ya no saben pensar porque su educación es sobre todo técnica y son acostumbrados a pararse a la apariencia. Sólo quién aprende a discernir puede hacer escogidas responsables. A menudo los jóvenes, también los que parecen muy independientes, no son libres sino condicionados por el miedo de lo que los demás dicen o piensen de ellos. La relación con una persona con verdadera autoridad, que anime la abertura del corazón y ponga las preguntas existenciales y la sana experiencia del diálogo, que ya desde el noviciado, oriente a un discernimiento verdadero, vence todo miedo.
Cuando por fin una persona sabe darse las razones de lo que vive y desea, puede caminar con sus mismas piernas y volverse a su vez manantial de autoridad por los otros. Sabe ir contra corriente (conversión), y abrazar la obediencia no pasivamente sino pare edificar la comunidad.
Además no tendremos más miedo en acoger en la comunidad a personas pobres y frágiles. Siempre me he quedado impresionada por la variedad de personas que S. Bernardo acogió en su monasterio con la convicción que la casa de Dios es un lugar de paz hasta para los criminales…
Pienso que esta acogida es el tributo que podemos ofrecer a la sociedad para contradecir la violencia del mundo. Una comunidad que asume con amor sus miembros más débiles es realmente una comunidad en que la formación se convierte en escuela de caridad. ¿El perdón recíproco y la paciente aceptación de todo hermano no es, quizás, la antelación de la vida eterna hacia la cual corremos todos juntos?