Dom Mauro-Giuseppe Lepori, (OCist)

Abad General de la Orden del Císter

 

UNA NUEVA ETAPA PARA LA VIDA MONÁSTICA


LeporiLas estadísticas relativas a la Orden Cisterciense siguen descendiendo, aunque en Vietnam, África y algunos monasterios particulares de Europa, las cifras se ven alentadoras.

Por poner un ejemplo muy reciente: visité con la Abadesa Presidenta de la Congregación de Castilla, ocho comunidades de monjas en España. En dos semanas tuvimos la elección de una nueva abadesa india, la decisión de cerrar dos monasterios con el traslado de las hermanas al monasterio "asistencial" de Madrid, decidimos afiliar otros dos monasterios, y nombramos una priora administradora en otro. Descrito así, podría parecer una lista un poco trágica, excepto por la abadesa india, sin embargo, la forma en que sucedió todo nos ha llenado de gratitud y, en última instancia, de esperanza. No esperanzas en plural, sino esperanza. Ver comunidades que aceptan su muerte con serenidad, sabiendo que son acompañadas y queridas, nos llena de esperanza, aunque sólo sea por el abundante fruto que las semillas caídas en buena tierra podrán dar. ¿Donde? ¿Cuándo? Solo Dios lo sabe.

Hace un mes tuvimos una reunión informal del Sínodo de la Orden para relanzar la preparación del Capítulo General aplazado a octubre de 2022. Aparte de dos abades de Vietnam y uno de Canadá, pudieron participar en esta reunión unos 20 miembros: fue una reunión muy buena y necesaria. Reelaboramos los temas principales que queremos tratar en el próximo Capítulo General: abuso de poder y visitas regulares; formación; la estructura de gobierno de la Orden; fundaciones y reducción del número de monasterios.

Comparto con ustedes algunos puntos de mi reflexión introductoria que pueden ser de su interés. Di como título de mi introducción: “Redescubrir un equilibrio monástico para recomenzar un camino de comunión sinodal”.

Dije que no era suficiente pensar en cómo hacer un Capítulo General a pesar de la crisis del coronavirus. Creo que esta crisis nos recuerda sobre todo que debemos pensar el Capítulo General y la Orden con un mayor sentido de responsabilidad, o más bien de una manera más "dramática" y más madura: que nuestra unión en la Orden y nuestros encuentros se viven en cada congregación, en cada comunidad como en toda la humanidad, con responsabilidad en relación con nuestro tiempo.

La crisis del COVID nos paralizó. Muchas personas y comunidades comenzaron a trabajar en sí mismas, favorecidas por el hecho de que prácticamente todas las demás actividades se detuvieron. Pudimos concentrarnos en lo esencial de nuestra vocación: la oración, la escucha de la Palabra de Dios, la vida fraterna en comunidad. Paradójicamente, esta concentración en lo esencial fue más fácil para las comunidades con muchas actividades externas, porque el confinamiento supuso para ellas, al menos durante unos meses, un cambio radical en clara contraposición con la vida anterior. Por lo tanto, se vivió como un “signo de contradicción” que marcaba profundamente la vida individual y comunitaria. En comunidades de estilo más "contemplativo", el contraste no fue tan evidente y quizás por eso menos desafiante. Pero es difícil juzgar, cada comunidad ha vivido a su manera este momento tan particular.

Cuando se reanudaron la vida y las actividades, con las restricciones que aún son necesarias, fue para todos comprender cómo empezar de nuevo, cómo retomar el rumbo. Y esto no es fácil porque sentimos un cierto cansancio, nos ha costado retomar actividades, abrir nuestras casas, nuestras iglesias, nuestras hospederías. Me pregunté: ¿de dónde viene este dolor? ¿Por qué sentimos que nos hemos sentido más cansados e incluso más viejos? Quizás simplemente porque el calvario de la pandemia nos ha obligado a afrontar nuestra verdadera fragilidad. Antes, muchas comunidades, asumían grandes actividades y compromisos no sólo en el campo del trabajo sino también en el de la celebración litúrgica. Pensábamos que teníamos la fuerza simplemente porque estas actividades siempre las habíamos asumido desde que éramos jóvenes y numerosos.

Avanzamos como locomotoras, arrastrando todo, sin darnos cuenta de que nunca nos habíamos detenido a recalcular lo que realmente nos permiten nuestras fuerzas, a replantearnos si el horario y la forma de celebrar el Oficio y de gestionar nuestras actividades seguía siendo soportable para lo que realmente somos. Sobre todo, nunca nos hemos detenido a reflexionar si en todas nuestras actividades sigue existiendo un equilibrio armonioso que nos permita vivir con alegría lo que todo monasterio debe ser: una “escuela del servicio divino” (RB Prol. 45).

En muchos monasterios, hemos reducido o recortado ciertas cosas, pero no hemos tenido cuidado de mantener el equilibrio entre lo que mantuvimos y lo que dejamos de lado. Como resultado, nos hemos hecho cargo de algunas partes de nuestra vida, mientras que otras han desaparecido de la escena. En algunas comunidades la oración ha sufrido en favor del trabajo. O la vida fraterna, por ejemplo, renunciando a los momentos de recreo o de diálogo. En otras comunidades que podían permitírselo, el trabajo se fue delegando cada vez más en personas asalariadas externas. En la mayoría de las comunidades, ha desaparecido la poca lectio divina que aún se cultivaba, al menos en teoría. Para no hablar de la formación permanente. Podría dar mil ejemplos, diferentes para cada comunidad.

Pero lo que quizás sea válido para todos, es que desde hace ya demasiado tiempo nos hemos acostumbrado a vivir una vocación monástica poco armoniosa, poco equilibrada, incapaz de proporcionar un equilibrio humano a nuestras vidas. Nos hemos olvidado de cultivar el extraordinario equilibrio humano, físico, psíquico y espiritual que nos ofrecería la Regla de San Benito si la siguiéramos, no formalmente, sino como la siguieron nuestros padres y madres: como una escuela para "el hombre que quiere la vida y desea ver días felices» (cf. Prol. 15; Sal 33, 13) los encuentre, en un camino de fraternidad filial y de oración que le haga preferir a Cristo sobre todo y en todo. En esta escuela, donde sólo progresa quien nunca deja de ser discípulo, escuchando atentamente con "el oído de su corazón" (Pról. 1), en que cada elemento de la vida debe contribuir al equilibrio de la persona y de la comunidad: la oración, la fraternidad, el trabajo, el descanso, la obediencia, la escucha, el silencio, la palabra, la pobreza, etc. No debemos dejar nada de lado si queremos que nuestra vida siga siendo una sinfonía. Cuando la fragilidad, la pequeñez, la enfermedad, etc. nos exigen adaptarnos, a menudo lo hacemos de manera desequilibrada, cortando pedazos enteros de nuestra vida y de nuestra vocación en lugar de buscar un nuevo equilibrio entre todas las partes. ¡Este es el problema de muchas comunidades! Es sorprendente que a menudo encontremos este desequilibrio también en comunidades grandes y jóvenes.

Me doy cuenta, en efecto, de que llevamos años descuidando, tanto en comunidades fuertes como en las frágiles, este cuidado en la mantención del equilibrio benedictino, la famosa “discretio” benedictina. Y, aunque a menudo lo recordamos, especialmente durante las visitas regulares, no siempre estamos dispuestos a corregir este problema, como si no comprendiéramos lo que significa equilibrar vida y vocación. Cada comunidad, y muchas veces el superior o un miembro en particular -sobre todo cuando es responsable de la administración o de otra área- cree que debe resistir y mantener los ritmos y acentos establecidos "desde tiempos inmemoriales", o mantener ciertas áreas absolutas, mientras se abandonan otros considerados menos esenciales.

El error es creer que lo que salva nuestra vida monástica es un ámbito particular, un trabajo particular, un gesto particular, y no el equilibrio entre todos ellos. Muchas veces no hemos estado conscientes de que lo que hace a una comunidad atractiva y significativa para las personas no es solo la liturgia, o solo nuestro trabajo o forma de trabajar, o solo nuestra vida fraterna, o nuestro silencio, o solo nuestra acogida, etc. sino precisamente el equilibrio armonioso con el que la preferencia de Cristo nos permite vivir todo con orden y mesura, con belleza y paz, en la sencillez, poniendo cada cosa en su lugar.

El período de confinamiento y todas las restricciones de estos años nos han puesto un poco contra la pared. La crisis mundial del COVID-19 nos plantea, monjes y monjas, algunas preguntas apremiantes: ¿Qué hemos hecho con nuestra vocación? ¿Qué hemos hecho con la Regla de San Benito, con la Carta caritatis de los primeros cistercienses, con la espiritualidad integral de nuestros padres y madres en la vida monástica? ¿Por qué necesitábamos una crisis global para recordar lo que san Benito viene iluminando durante quince siglos, para darnos cuenta una vez más de que nos está llamando a un equilibrio de vida cristiana, que puede ser verdaderamente una " nueva humanidad del Evangelio" para todos nuestros hermanos y hermanas en este mundo?

Es importante no dejar pasar este desafío – que por otra parte, está muy presente en el magisterio del papa Francisco, por ejemplo, en Evangelii gaudium, Laudato Si' y Fratelli tutti, para iniciar desde ya en nuestros monasterios, una buena conversión de vida, ayudándonos unos a otros en este esfuerzo en favor de un nuevo equilibrio en nuestra vida, sin miedo a aceptar mayor pobreza, más sencillez y por tanto mayor humildad.

Durante este mismo Sínodo profundicé, a la luz de lo que acabo de decir, en el tema de una mayor solidaridad entre los monasterios de diferentes culturas, no sólo económicamente sino sobre todo en la formación. También recordamos el tema de la sinodalidad, de la genuina escucha mutua en las comunidades, entre superiores, comunidades y congregaciones. Participar en el camino sinodal de toda la Iglesia, como nos llama el Papa, nos ayudará a profundizar en nuestro carisma, ofreciendo nuestra experiencia a toda la Iglesia, por ejemplo, nuestra experiencia de sinodalidad entre monjas y monjes.