EDITORIAL

Dom Jean-Pierre Longeat, osb
Presidente de la AIM



JPLongeat2018Este nuevo número del Boletín AIM es en cierto modo continuación del anterior. Ofrece una mirada concreta sobre la gestión de la Casa Común según los principios de Laudato si' y Fratelli tutti.

Nos complace comenzar este número con una lectio divina de la Madre Nirmala Narikunnel, Abadesa de Shanti Nilayam, India, sobre el Salmo 8: “Los cielos proclaman la gloria de Dios”. Una reflexión sobre la situación de la nueva era iniciada a mediados del siglo XX y que se denomina cada vez más la era del Antropoceno; una mirada a la propuesta de una economía alternativa sobre la que se puedan asentar los monasterios; una revisión del papel del mayordomo en el monasterio y en su entorno, en sinergia con el abad, para ejercer la responsabilidad de una marcha sana a propósito de lo que dice la Regla, teniendo en cuenta el panorama mundial actual.

Completan este número otras intervenciones o apartados. Presentamos las palabras del Abad Primado Padre Gregory Polan, en al inicio de nuestro Consejo en octubre de 2021, las del Abad General de los Cistercienses (OCist) y las de la Madre Franziska Lukas, Abadesa de Dinklage, sobre la experiencia de establecer la Congregación benedictina europea según el documento romano Cor Orans.

El Padre Prior de Asmara, Eritrea, nos presenta algunos aspectos de la liturgia etíope; junto a una serie de noticias monásticas.
Avancemos juntos, resueltamente, para contribuir al surgimiento de un mundo nuevo.

 

Ecología y vida monástica

 

Literalmente, ecología, según el origen griego de esta palabra (oikos-logos), es el discurso sobre la vida interior de una casa, en este caso, el espacio y el tiempo en el que viven los seres humanos.

Este discurso debe conducir a acciones: literalmente, estas se agrupan bajo el término economía; en efecto, según el origen griego de la palabra (oikos-nomos), la economía es el conjunto de “leyes” que nos damos para vivir juntos en este espacio y en este tiempo. Es una pena que este término se haya reducido hoy únicamente a uso financiero. Sin embargo, concierne a todos los elementos de la vida personal, social e incluso espiritual. Existe una forma económica de convivencia y, a nivel personal, una sana ecología. Es el estado de ánimo en están que los monjes.

Según la Regla de San Benito, su prioridad económica es la escucha de Dios y del prójimo para el intercambio libre de una palabra útil que cale profundamente. Por eso los monjes favorecen el silencio tanto como sea posible, para que las palabras compartidas tengan su verdadero peso. Se podría decir que la escucha esencial, tanto de uno mismo como de los demás y de esa Voz misteriosa que nos precede, que llamamos Dios, es la base de toda economía ecológica. El revoltijo de palabras está ciertamente en el origen de la primera crisis económica de la vida humana. El habla es un bien recibido y puesto a disposición de todos. Requiere una gran depuración para poder percibirse en toda su riqueza.

Por tanto, todo en el monasterio está organizado según esta ecología humana, tanto para la vida personal como para la vida comunitaria. A lo largo del día, los monjes están atentos al bien supremo de la Palabra que viene de lo Alto. Se reúnen siete veces al día para la oración. Regresan a la presencia de la fuente activa a la que quieren conectarse en primer lugar, y responden cantando, tanto para expresar la alabanza del don de la creación y de la vida como para lanzar el grito de angustia, de una humanidad a menudo probada en el camino a este mundo.

Disponen sus espacios para que cada detalle tenga su valor. La Regla de San Benito requiere que el ecónomo del monasterio se preocupe de que todos los objetos y bienes del monasterio sean tratados con el mismo cuidado que los vasos sagrados del altar.
Espacios verdes, granjas, huertos, bosques o terrenos agrícolas: todo en el monasterio se convierte en lugares de contemplación. Muchos monasterios hoy en día se preocupan por preservar el espacio con las reglas básicas sobre las que el movimiento ecológico nos despierta el interés.

En una economía sana también se experimenta la relación con el tiempo compartido, aunque hoy, la institución monástica, al menos en Occidente, está presionada por los mismos imperativos de productividad que la sociedad ambiente. Sin embargo, el equilibrio que se debe vivir entre la oración, el trabajo y la vida fraterna gratuita, sigue siendo la regla principal que debe ser resguardada a toda costa en pos de una buena economía social. Para ello, los monasterios cuentan con el potencial de la extraordinaria red de solidaridad constituida por las numerosas comunidades repartidas por los cinco continentes. Se podría decir de la vida monástica que desarrolla el ideal ecológico de la globalización fraterna.

La comida es también un lugar económico y ecológico importante para los monjes. Comer, para ellos, implica siempre el reconocimiento de un don recibido y compartido. Comer sobriamente sin excesos ni desperdiciar nada, es una regla en la que insiste san Benito. Los platos deben ser suficientes, sanos y equilibrados para permitir un crecimiento apropiado y la realización del resto de las actividades. Si hay un símbolo de equilibrio en la vida es el del consumo, y en particular la alimentación. Las comunidades monásticas realmente tratan de hacer una buena reflexión sobre este tema, incluso cuando se ven obligadas a recurrir a servicios externos.

Las comodidades de la vida ordinaria se limitan a lo necesario. Cada uno recibe lo que realmente necesita. Todo se pone en común para una economía solidaria. La unión de los recursos de una comunidad permite menos gastos y una mayor inversión en el desarrollo de proyectos de lo que podría imaginar un individuo o una familia aislada.

Al acoger huéspedes para estadías de silencio o retiro, los centros monásticos son en el seno de nuestras sociedades como oasis, donde podemos intentar respirar mejor, compartir mejor, poseer menos, para ser más uno mismo en relación con los demás.
Sorprende, en la regla de san Benito, señalar que el capítulo más ecológico es el relativo al mayordomo del monasterio:

"Para mayordomo del monasterio, se elegirá de entre la comunidad uno que sea sensato, de buenas costumbres, sobrio, de no mucho comer, ni altivo, ni perturbador, ni injusto, ni torpe, ni derrochador, sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad.

“Cumplirá lo mandado. No contristará a los hermanos; si por ventura algún hermano le pide una cosa poco razonable, no le contriste despreciándole, sino que, dándole razón de ello con humildad, la niegue a quien se la pide indebidamente”. Tenga cuidado de su propia alma, […]

Se preocupará con toda solicitud de los enfermos, de los niños, de los huéspedes y de los pobres. […]

Considerará todos los objetos y bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar, nada tenga por despreciable. No se de a la avaricia, ni sea pródigo y dilapidador del patrimonio del monasterio, antes bien, hágalo todo con discreción y conforme a lo que mande al abad” (RB 31).

Por supuesto, la vida del monasterio no descansa en el mayordomo, pero su ejemplo, como el de todos, puede animar a la comunidad a tomar acertadas decisiones para un siempre actualizado testimonio ecológico.