Dom Olivier-Marie Sarr, OSB
Abad de Keur-Moussa (Senegal)

“Uno solo es su Padre
y todos ustedes son hermanos y hermanas”
(Mateo 23, 8-9)

 

 

Ustedes, en cambio, no se dejen llamar maestro,
porque uno es su maestro y todos ustedes son hermanos y hermanas.
No llamen a nadie padre suyo en la tierra,
porque uno solo es su Padre: el del cielo. (Mateo 23, 8-9)

 

Al leer estos dos versículos de Mateo 23, uno podría fácilmente sorprenderse por el carácter restrictivo de este texto expresado en dos oraciones (“No se dejen llamar... no llamen a nadie…”), cada uno seguido de una explicación (“porque...”). Así que hay dos prohibiciones: no den el título de Maestro o el de Padre, entre las cuales se desliza sutilmente una afirmación lapidaria, extremadamente positiva y explícita: «porque todos ustedes son hermanos y hermanas».

Además, estos dos versículos se esclarecen mediante una lectura y relectura del capítulo 23, 1-12. Jesús está allí reprendiendo a los escribas y fariseos que han ocupado la cátedra de Moisés, presentándolos como modelos negativos. No practican lo que enseñan, presumen de su vestimenta y les gusta tener grandes títulos y lugares de honor en la liturgia y en las reuniones sociales.

LectioPor supuesto, las condiciones para la fraternidad universal deben superar las de la relación de maestro y discípulo, hijo y Padre. Estos no encajan en la lógica de los títulos, honores y privilegios, porque la hermandad no admite ningún precio, ningún cálculo, ninguna pretensión. En esta perspectiva, la buena nueva impartida por estos versículos da pleno valor a esa fraternidad universal que se convierte en un honor y en un privilegio único. Ser todos hermanos y hermanas juntos y hermanos y hermanas de Jesús significa redescubrir esta dignidad de hijos del Padre y coherederos con Cristo. De hecho «puesto que somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Romanos 8, 17). En consecuencia, no hay más judíos y gentiles, no hay más esclavos y libres. Si son de Cristo, son descendientes de Abraham, herederos según la promesa (Gálatas 3, 28- 29, cf. Gálatas 4, 7; Filemón 16). El propósito de Dios es conformarnos «a la imagen de su Hijo, para que el Hijo sea el primogénito nacido entre una multitud de hermanos y hermanas» (Romanos 8, 29). Esta es al mismo tiempo nuestra vocación y nuestra misión, construir una comunidad de hermanos y hermanas, que se acogen y se cuidan unos a otros (Fratelli Tutti, 95). Jesús es el maestro que nos revela esta llamada a vivir y difundir la fraternidad universal, que tiene el valor de ser revelada. De hecho, todos somos hermanos y hermanas y en cada uno de mis hermanos y hermanas se encuentra el rostro de Cristo, nuestro único Maestro, el reflejo del amor del Padre celestial: «Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mateo 25, 40).

Por lo tanto, como padre abad: ¿soy un padre responsable que garantiza la fraternidad? Sin embargo: «nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace solo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él” (Patris Corde, 7). Según esta lógica hay una cierta paternidad en la hermandad. Siempre que alguien acepte la supervisión (cf. FT 222) con respecto a nuestros hermanos y hermanas, dándoles tiempo, atendiendo a sus necesidades y contribuyendo a su desarrollo humano, moral y espiritual, cuando alguien participa activamente en la cohesión de un grupo evitando la disensión (cf. Gálatas 5, 15) provocada por falsos hermanos o hermanas (cf. Gálatas 2, 4ss; 2 Corintios 11, 26), practicando la corrección fraterna, fomentando el apoyo mutuo (cf. Romanos 15, 1), con gran delicadeza (cf. 1 Corintios 8,12), dejando espacio para la libertad, la elección y la salida (cf. Patris Corde 7). En resumen, siempre que actúo de manera responsable con respecto a la vida de mis hermanos y hermanas, entonces soy a la vez hermano, hermana y padre. Una frase de Jesús a Simón Pedro resume esto perfectamente: «Fortalece a tus hermanos» (Lucas 22, 32). Así es cómo el ejercicio de la fraternidad exige una presencia y la constituye. Esta es la firme convicción del salmista: «Qué bueno y agradable es que vivan los hermanos unidos» (Salmo 132, 1).

«Señor y Padre de la humanidad, que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad, infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal» (FT 287).

¡Amén!