Madre Mariela Jeres, ocso
Abadesa de Quilvo (Chile)

Una visión de la orden en el siglo XXI

 

MMarielaQueridos Padres y Madres Capitulares: Podríamos enumerar diversos factores que afectan nuestro tiempo y que podrían tener incidencia sobre una visión del futuro los medios de comunicación moderna, la ideología de la identidad de género, los fundamentalismos extremos, la pérdida de credibilidad de la Iglesia, a causa de los escándalos sexuales, el fenómeno de la inmigración Creo que todos somos testigos de esta transformación multicultural, y no podemos quedarnos afuera.

 

“Genealogía de Jesucristo hijo de…” (Mt 1,1-17)

La pregunta sobre el futuro de la Orden para mí es una pregunta sobre la “transmisión de la vida” y sobre el “presente”. El futuro son los “hijos”: “Que veas a los hijos de tus hijos”, reza el salmo 128,5.

Antes de entrar en el monasterio, cuando era catequista de la parroquia escuché a un sacerdote que daba charlas de preparación al sacramento del Matrimonio esta frase: “se comienza a educar a los hijos 20 años antes de que nazcan”. Esta frase me impactó y quedó en mi corazón. Aquella primera vez que la escuché, inmediatamente pensé: ellos serán lo que yo soy ahora, pensé en la responsabilidad… Al ser invitada a decir unas palabras sobre la visión de la Orden en el siglo XXI este pensamiento se hizo intenso en mí.

Digo transmisión de la vida porque el tiempo, el pasado, el presente y el futuro en la Biblia se expresan en linajes de familias, en genealogías, historias humanas reales en donde lo importante es que Dios interviene, interactúa con los hombres frágiles y pecadores, teje la historia con los hilos de su designio de amor. Por eso la historia no es una suma de hechos relacionados entre sí, la historia es Dios que interviene, que da una promesa y una bendición. La promesa y la bendición se transmiten por la misma transmisión de la vida, por la generación. La historia para la Biblia es una cadena de generaciones, de personas que han heredado la bendición divina y que tienen que conservarla y transmitirla a sus descendientes.

El hecho fundamental en la transmisión de la promesa y la bendición es la generación. Aquí la palabra clave es el verbo “engendrar”, el verbo de la tradición judía. Este verbo enlaza una vida con otra, personas, pueblos, es unificador y garante de la transmisión auténtica de la promesa. Pero el verbo engendrar no significa solo comunicación de vida humana, sino ante todo y como valor fundamental en la Sagrada, Escritura significa transmisión de la bendición divina. La generación para transmitir la bendición no es necesariamente carnal, puede ser espiritual o de adopción. Lo importante es la participación en la bendición y el sentido de pertenencia, se es “hijo de”. ¿Y a ti, quién te ha engendrado en la fe, en la vida monástica?

Es impresionante cómo la Sagrada Escritura presenta a las personas a través de una genealogía, que la conecta con un origen, del cual recibe un rostro.

La identidad no se inventa, uno no se la da a sí mismo, la recibe. Desde el ámbito biológico sabemos que, en el mismo acto de ser engendrado, de ser llamado a la vida, uno recibe un ADN, un código genético único e irrepetible, que en potencia contiene ya todo lo que la persona será. Este ácido contiene, además, los datos genéticos que serán hereditarios, o sea que se transmitirán de una persona a otra.

Lo mismo pasa con la bendición del carisma monástico cisterciense, con su ADN, que desde que el Espíritu lo sopló en la Iglesia corre por la sangre de generaciones y generaciones de monjes hasta ahora, nos muestra que el futuro está en el hoy… y si nos aplicamos la frase de aquel buen cura… “uno empieza a educar a los hijos 20 años antes de que nazcan”, podemos sacar nuestras conclusiones y captar un gran desafío de conversión de la paternidad y maternidad espiritual que nos permita conectar con el origen y lanzarnos a un destino de eternidad.

Las analogías valen: en un mundo anti natalidad, lleno de los métodos más insólitos de anticoncepción… tenemos también una filtración de esta mentalidad en nuestra vida espiritual. Gestar un hijo implica tiempo de espera, el trauma del parto, el corte del cordón umbilical, dejar que se caiga hasta que camine con sus propios pies… Nos cuesta ser padres, nos resistimos, tal vez porque ha habido abusos en el ejercicio de la paternidad, transformándola en poder que denigra al otro incluso hasta lo inmoral; entonces el miedo es grande, abdicamos de nuestra más genuina tradición monástica y dejamos de ser abba o amma para llamarnos “acompañantes espirituales”. O tal vez sea una reacción pendular, una reactividad ante la figura del padre autoritario de décadas atrás, o la del moderno padre ausente.

En un mundo que vive una orfandad existencial tremenda – no solo por la desintegración de la familia, o por la desintegración de todo aquello que implique un arraigo, sino también por la caída de todas aquellas certezas que dan sentido y forma a la vida–, el hambre y el clamor de paternidad es grande. Tal vez es otra manera de decir “hambre de sentido”, de trascendencia, de origen y destino eternos.

La tradición monástica de paternidad y filiación es un punto de luz, una gran respuesta en un mundo empobrecido de raíces, y por tanto de identidad… a mí siempre me ha impresionado que la relación entre las Casas de la Orden según la Carta de Caridad sea tan fuerte que se plasma en una forma jurídica (Constitución 73) expresada en paternidad y filiación. Expresamos así lo que somos, es la manera como nuestra Orden se vincula entre sí. Pensemos en nuestro linaje monástico, ¿cómo es la genealogía de tu monasterio?

Pero no se trata ni de paternalismos, ni maternalismos: tampoco de una neutralidad aséptica o de una visión psicologizante en la que no queremos mancharnos con una dependencia afectiva, que infantiliza una relación. Se trata de la paternidad y maternidad espiritual y carismática.

Partiendo de cómo es Jesús, de su conocimiento en el Evangelio, podemos entender cómo es la paternidad de Dios de la cual nosotros estamos llamados a ser espejo. Jesús, el Hijo, es la persona verdaderamente libre, que da sin miedo ni cálculo; el que aun siendo Hijo aprendió a través del sufrimiento a obedecer. Esto es importante, nosotros debemos ser instrumentos de la paternidad de Dios, querer a las personas “hacia Dios”, y no caer en la trampa de las gratificaciones, poder dar un paso más allá de la sola reciprocidad. El sacrificio de Isaac nos libera y nos purifica de toda visión distorsionada de la paternidad.

 

“Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones” (Jl 3,1)

Quisiera en este punto referirme a la homilía del papa Francisco en la fiesta de la presentación del Señor, XXI jornada mundial de la vida consagrada, 2 de febrero de 2017. En esta homilía cita la profecía de Joel 3,1 “Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones”.

Hemos recibido la herencia de nuestros padres y madres de ayer y de hoy, somos hijos de su entrega cotidiana y constante, de su alabanza hecha carne, hemos recibido sus sueños y visiones y sabemos, gracias a ellos, que son nuestra garantía, que la esperanza en Dios “no desilusiona”, que Él “no defrauda”.

Sueño y profecía van juntos. Memoria de cómo soñaron nuestros ancianos, nuestros padres y madres y audacia para llevar adelante, proféticamente, ese sueño. Memoria y profecía van juntos, tal vez solo en este enlace hay una verdadera transmisión, un verdadero engendrar.

Esta actitud nos hará fecundos (porque nos toca a todos en la Comunidad, no solo a quien tiene el encargo directo de la formación), pero sobre todo nos protegerá de la tentación de la supervivencia, que puede hacer estéril nuestra vida consagrada. Un mal que puede instalarse poco a poco en nuestro interior, en el seno de nuestras comunidades. La actitud de supervivencia nos vuelve reaccionarios, miedosos, nos va encerrando lenta y silenciosamente en nuestras casas y en nuestros
esquemas.

Es un tema candente para nosotros, que ya desde hace algún tiempo estamos en una reflexión sobre la fragilidad de nuestras Casas. Debemos discernir cuándo cierta manera de simplificar estructuras puede ser simplemente pegarnos a un esquema de supervivencia. La mentalidad de la supervivencia, nos proyecta hacia atrás, hacia las hazañas gloriosas –pero pasadas– que, lejos de despertar la creatividad profética nacida de los sueños de nuestros fundadores, busca atajos para evadir los desafíos que hoy golpean nuestras puertas.

Dice el papa Francisco que la mentalidad de la supervivencia le roba fuerza a nuestro carisma, porque nos lleva a domesticarlo, succionándole la fuerza creativa que el mismo Espíritu le sopló en el principio; nos hace proteger esquemas, espacios, edificios, estructuras más que facilitar nuevos procesos. La tentación de la supervivencia nos hace olvidar la gracia y nos deja rancios, profesionales de lo sagrado, pero no padres ni madres de la esperanza que hemos sido llamados a profetizar.

Ese ambiente de supervivencia seca el corazón de nuestros ancianos privándolos de la capacidad de soñar y, de esta manera, esteriliza la profecía que los más jóvenes están llamados a anunciar y realizar. En pocas palabras, la tentación de la supervivencia transforma en peligro, en amenaza, en obstáculo, lo que el Señor nos presenta como una puerta de vida.

 

En resumen:

De todo lo que se puede decir, para mí, la visión del futuro de la Orden en el siglo XXI, está en:

• Vuelta al carisma de la paternidad y maternidad Espiritual. La falta de vocaciones y la falta de paternidad espiritual parecieran estar vinculadas en una cierta medida.

• El desafío de la memoria y profecía. Riesgo de confianza en las profecías de los más jóvenes, que profetizarán y seguro algunas veces se equivocarán; dejarlos que profeticen y abran camino hacia los nuevos tiempos. Creer en la memoria de los ancianos que nos conectan con nuestras raíces y nos dan identidad. Aquí también hay un desafío de una nueva inculturación en nuestras comunidades, si acaso se puede decir, en donde el acento se desplaza: ya no hablamos tanto de fundadores y fundados, sino de la relación de los mayores y los jóvenes. El mundo es global, en una misma comunidad hay una riqueza étnica y cultural enorme. Cómo integramos a los mayores con los más jóvenes, cómo vivimos este aspecto generativo de la comunidad en donde la paternidad y la filiación tienen un doble sentido, no solo del mayor al más joven, sino también al revés, del más joven al mayor: somos hijos y padres unos de otros.

“Te colmaré de bendiciones y multiplicaré tanto tus descendientes, que serán tan numerosos como las estrellas del cielo o como la arena que hay a orillas del mar. (…) Y porque has obedecido a mi voz, todos los pueblos de la tierra serán bendecidos a través de tu descendencia” (Gn 22, 17-18).