Dom Erik Varden, OCSO
Abad de Mount St Bernard (Inglaterra)

Una visión de la orden para el siglo XXI

 

domErikVardenLa carta de invitación para realizar esta presentación contenía la siguiente instrucción: “escriba una ponencia (…) acerca de su visión de la Orden para el siglo 21”. El pronombre se encontraba subrayado. Conforme a lo solicitado hablaré en términos subjetivos y a partir de mi marco de referencia. Esta es la tarea asignada. Mi tema es, entonces, una visión de la Orden para el siglo 21, y no una visión para la Orden del siglo 21. Entiendo por esto que debo reflexionar acerca de lo que veo cuando miro la Orden. Tiene sentido. Cualquier visión futura depende de una evaluación del status quo. Para ello, debemos hablar, y escucharnos los unos a los otros. Una visión implica un punto de vista. En esta asamblea, soy un trabajador de la onceava hora. Tal vez muchos de ustedes, la mayoría, han ingresado a la vida monástica antes de mi nacimiento. Pueden reconocer patrones y derroteros de un proceso que yo no percibo. De ustedes tengo mucho que aprender. Me parece que lo que yo sí puedo hacer, es ofrecer otro tipo de retrospectiva, la visión de quien ha llegado más recientemente respecto de aquello que le ha sido transmitido. Lo hago con un sentimiento de gratitud, pero también de perplejidad. Esta surge de aquello que interpreto como una crisis de transmisión y acerca de ella quisiera reflexionar con ustedes.

Cuando ingresé al monasterio en el año 2002, era consciente de entrar a un fluir de vida continua. También estaba consciente de ingresar a una historia de rupturas. Estas eran referidas cotidianamente a modo de anécdota. La mayoría de los aspectos de la observancia y la liturgia eran comparados con tiempos pasados, los cuales, para algunos, según colegía, representaban una etapa primitiva de la evolución monástica, cuando la ley no había sido aún temperada por la gracia; otros, en cambio, veían esos tiempos como un Edén perdido, clausurado por espadas flamígeras. Cualquiera fuese la carga emocional investida en el “ahora” y el “entonces”, la brecha era evidente. El decreto de unificación había alterado la estructura de la comunidad; la redefinición del silencio junto con el abandono de los dormitorios comunes y los scriptoria habían afectado la índole de las relaciones fraternas; la vida litúrgica había sufrido profundas transformaciones; posiciones teológicas cambiantes habían transformado la naturaleza misma de la vida cisterciense. Muchas personas habían ido y venido, y no sólo entre los novicios y profesos temporales. Desde 1950, mi comunidad ha presenciado 60 profesiones solemnes. En ese mismo período, 30 profesos solemnes abandonaron la vida monástica. Hasta la topografía del monasterio resulta elocuente en este sentido: prácticamente ningún espacio sirve al mismo propósito que hace 50 años. Para un novicio semejante cambio de época era desconcertante. En medio de tal convulsión, ¿cuáles eran las líneas de continuidad que realmente importaban? Mucho de lo que era presentado como “tradición” en verdad no se remontaba mucho más allá de tensas reuniones de comunidad durante los años 60, que encontraban a los hermanos divididos en mitades enfrentadas, y en las que se introducían cambios con carácter ad experimentum para aplacar los ánimos lastimados de los opositores.

Dicho esto, quisiera ser claro: no estoy intentando introducir una artificial (y fastidiosa) dicotomía entre catolicismo pre y posconciliar. Menos aún quisiera situarme dentro de un arco conservador-progresista. A punto de tropezar en el umbral de la “impasible” media edad, estoy demasiado entrado en años para ser seducido por una nostalgia romántica que aquejaría a la juventud moderna. Me parece que lo que nos afecta es un desafío que es más cultural que teológico. Resuena en mi memoria el relato periodístico de la vida monástica de los años 60 realizado por un monje inglés. Decía que el Espíritu, que en aquel entonces renovaba todas las cosas, actuaba “como un misil crucero”. Además de exagerada, la comparación refleja el sentimiento de muchos en aquel entonces. Un misil deja un gran vacío detrás de sí. Este vacío trae consigo posibilidades que en ese entonces dieron lugar a vastos esfuerzos creativos. Los mismos estuvieron teñidos por su tiempo, un tiempo excepcional, en la esperanza de que la antigua tradición hablara un lenguaje contemporáneo. Se alcanzaron logros duraderos en el ámbito de las relaciones humanas, de la vida espiritual e intelectual. Pero algunos ajustes han comenzado a mostrar su desgaste. Muchos textos, tonos musicales, diseños interiores y declaraciones comunitarias que entonces podían haber parecido “relevantes”, hoy día presentan una conmovedora vetustez, cual si fueran monumentos a lo efímero. Si aún sobreviven entre nosotros, se debe en modo no menor al hecho de que por medio siglo nuestro reclutamiento vocacional ha sido, en el mejor de los casos, esporádico: así, dentro de nuestro microcosmos, las sensibilidades han podido permanecer constantes. Además, formas ligadas a su época han perdurado en razón del titánico esfuerzo necesario para llevarlas a cabo. Ya había en mi monasterio, al momento en el que la televisión en color triunfaba en los hogares, un agudo cansancio creativo. Los hermanos estaban mareados con el cambio, fatigados de la conversación sobre el cambio, heridos por los conflictos causados por el cambio. Ellos querían que las cosas permanecieran como estaban. A mi ingreso al monasterio encontré una ansiedad que era palpable. El mensaje era claro: “¡No toquen nada, no sea que las Furias se despierten nuevamente!”.

Aprecio el bien que trajo aparejado el aggiornamento: la revisión de usos excesivamente meticulosos, el abandono de redundancias litúrgicas, el estrechamiento de los vínculos fraternos, la promoción de una sana conversación, la divulgación de nuestro patrimonio literario. La intención de renovar nuestra vida, como signo de los tiempos, me admira. Sin embargo, las promesas de una nueva primavera han quedado, para muchos de nosotros, incumplidas. Nos encontramos en una situación que es decididamente otoñal. Hay razones complejas para ello, pero en cualquier caso hay preguntas que debemos hacernos dado el alcance de la reforma en cuya estela aún navegamos. ¿Cuáles de sus logros son caducos, cuáles son perennes? ¿De qué modo esta empresa bendecida pero trabajosa, a veces eufórica y atormentada, se sitúa dentro de un relato de identidad compartida? ¿En qué nos hemos convertido? Soy consciente de que, para algunos, estas preguntas pueden parecer una provocación directa. Pero no las hago con ánimo provocativo, menos aún ofensivo. Las hago porque necesitan una respuesta. Cuando considero nuestra herencia, me siento francamente abrumado por un paradigma interpretativo que no puedo seguir porque descansa, en última instancia, en una experiencia no compartible: el haber estado allí en ese momento. La última generación que sí estuvo allí está saliendo de escena con elegancia. ¿De qué modo las generaciones posteriores podemos realizar nuestro regreso ad fontes al efecto de llevar nuestro carisma al futuro? Para mí, esta es una preocupación práctica candente. Teniendo esto presente, quisiera presentarles algunos pensamientos acerca de lo que me impresiona cuando miro aquello que me ha sido transmitido.

A. En primer lugar, percibo un pasaje del idealismo al pragmatismo. El monacato, como otras instituciones, se definió a sí mismo a mediados del siglo 19 a partir de primeros principios rigurosos que moldearon tanto los fenómenos materiales cuanto la experiencia misma. Luego de un siglo entero de absolutismos esta aproximación se volvió indigerible tanto en el claustro como fuera de él. En línea con este contrapaso, una comunidad como la mía, al reflexionar sobre sí misma, comenzó a hacerse esta suerte de preguntas: ¿Qué sale al encuentro de nuestras necesidades? ¿Qué está a nuestro alcance? ¿Qué nos sirve de ayuda? Estas eran, en su momento, preguntas oportunas. Sin embargo, cuanto más protagonismo ellas adquieren hoy, más vago se vuelve nuestro sentido de finalidad. Atrapados en la situación presente podemos perder el sentido de la dirección hacia la que estamos encaminados.

B. Esto me lleva a una segunda observación sobre el cambio de referencias, el pasaje de criterios objetivos a subjetivos. Un hermano solía repetir lo que su maestro de novicios le dijera a fines de los años 40: “¡Observa la Regla y al Cielo irás!” El refrán causaba hilaridad destinado como estaba a evidenciar un legalismo primitivo consistente en rúbricas y reglamentos. Por el contrario, a nosotros se nos decía que nos beneficiamos de la libertad carismática de escuchar al Espíritu. Comparto esta expectativa pentecostal, pero una paradoja me desconcierta: ¿Cuándo ocurrió que el Espíritu y la Regla comenzaron a estar en oposición? Semejante relato de discontinuidad presenta problemas particulares a la tradición del Císter, la cual ha sido descrita –a mi juicio de modo brillante- como una aspiración a perseguir “el espíritu que sólo la letra auténtica puede liberar”.

C. Como una función de los dos factores mencionados, también reconozco el cambio de énfasis de la praxis a la espiritualidad. Esto se traduce en cuestiones banales. En nuestra comunidad, en este momento nos encontramos empantanados en asuntos relativos a rituales ordinarios: ¿Cuál es el comportamiento adecuado a los lugares regulares y a los ejercicios en comunidad? ¿Cómo nos movemos juntos? Nadie tiene certeza. Por décadas hemos carecido de normas. Había una alergia a los códigos de conducta; una prevención de no quedar fijado en cuestiones externas sino más bien concentrarse en el espíritu de las mismas. Advierto que este desplazamiento puede corroer una identidad común. Observo también que muchos monjes, los más jóvenes en particular, encuentran nuestra tradición mística y patrística de difícil acceso. Ansían que se les de algo para hacer. No creo que esto surja de un cripto-pelagianismo. Me parece que revela un deseo de una vida integrada que abrace el cuerpo y el alma, un anhelo de ver la unidad emerger de la multiplicidad.

D. Ello manifiesta una tendencia que calificaría de centrífuga. Si me permiten referirme nuevamente a mí comunidad: hemos tenido que trabajar duro para recuperar elementos básicos de la vida común: el capítulo diario, así como la lectio, la oración mental, y una cultura de la mesa compartidas. Este trabajo de unificación fue llevado adelante pese a una enraizada tendencia, evidente incluso en la manera en que nuestra abadía se había organizado: nada sucedía en el centro, la vida tenía lugar en la periferia. Ello causó que la vitalidad del corpus monasterii se marchitara. Para que la vida floreciera parecía esencial consolidar el núcleo.

El corazón de nuestra vida es Cristo, desde luego. “Caminar desde Cristo” ha sido asumido como un renovado compromiso para la vida consagrada. Esto es maravilloso, siempre que no construyamos nuestro llamado en términos demasiado genéricos, perdiendo de vista la encarnación de Cristo en aquellas formas que nos son peculiares. Grandes esfuerzos han sido realizados para inculturar nuestra vida, aún si esa cultura era simplemente la de nuestra comunidad. Ello también es positivo, en la medida en que estemos advertidos contra las interpretaciones demasiado subjetivas. En el clima contemporáneo ¿no puede ser riesgoso olvidar que en cada generación la vida monástica es recibida y no creada? Nuestros Padres enfatizaron la expresión externa de valores interiores. Ellos creyeron en el poder de la observancia para promover la identidad y salvaguardar la unidad. Yo percibo que nuestra vida se ha vuelto más amorfa respecto al pasado. Noto que hemos dejado de referirnos con naturalidad a la observancia como “forma”. En cambio, de lo que hablamos mucho es de la necesidad de formación. ¿Pero cómo hemos de formar personas en una forma que es tan elástica al punto de haberse vuelto difusa? El abad Cuthbert Butler alguna vez hizo la siguiente reflexión sobre la elasticidad de la vida benedictina. Es un “término muy bueno”, concedía, para agregar luego: “el elástico, salvo que esté muy gastado, tiende siempre, una vez que la tensión de las fuerzas (externas) cede, a retornar a su condición original, y cuando las fuerzas cesan de operar, regresa a su forma inicial. Es la propiedad de la elasticidad reside que diferencia el elástico de la masilla”.

Mi intuición es que el nuestro es el tiempo de la liberación de esa tensión. Considero que el retorno a la forma es un desafío fundamental ¡un desafío apasionante y gozoso! Hace 50 años, la Orden estaba consciente de encontrarse inmersa en un período de renovación. Dom Porion O.Cart. refirió un encuentro con un trapense en noviembre de 1967. Lo resumió en los siguientes términos: “Ellos están convencidos de que, a través de una explosión sin precedentes de la gracia, el carisma de los fundadores se ha vuelto tan accesible como la capacidad de conducir un coche”.

Nuestra confianza en nosotros mismos es probablemente más modesta hoy día. La tarea, sin embargo, no ha perdido su porte: extraer de nuestro tesoro cosas nuevas y antiguas; construir puentes allí donde se ha interrumpido la comunicación; encender nuevamente la fe de nuestros Padres en la orientación y los instrumentos de la Regla benedictina como un camino seguro de unión a Cristo; afirmar que este proceso de unificación adquiere rasgos de particular hermosura pertenecientes a nuestro patrimonio, el cual no es sólo literario, sino que está compuesto de canto, ritos, arquitectura, agricultura y de un arte de formar una comunión viviente de armonía y belleza, ardientemente contemplativa, “sin discordia en nuestra conducta, (…) a través de una caridad, una regla, y usos comunes”. De este modo estaremos preparados para nuestra misión en la Iglesia. Que nuestra mirada apunte alto, que nuestro anhelo sea profundo, que nuestro horizonte sea fruto de una reflexión esclarecida y hospitalaria. Esta sería mi visión. Pido disculpas por no haber podido expresarla de modo más sucinto.