P. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General OCist

El carisma monástico en el siglo XXI

 

DomLeporiMe siento feliz y agradecido de poder volver a verlos por tercera vez en un Capítulo General. Es para mí un momento culminante de otros muchos encuentros entre miembros y comunidades de nuestras Órdenes y dentro de la Familia Cisterciense; encuentros que nos recuerdan siempre la vocación común.

En la forma como vivimos nuestra vocación estamos en deuda respecto de aquello a lo que Cristo nos llamó, pero siempre atraídos por el llamado de Cristo e impulsados por el Espíritu. Si alguien o una comunidad dice: “¡Yo vivo bien la vocación!”, significa que no la viven, porque la vocación nunca es un proceso terminado o alcanzado plenamente, si realmente queremos seguir a Cristo que camina delante de nosotros, y no “arrastrarlo” detrás de nosotros, como los soldados que lo condujeron a Caifás o Pilato. Jesús camina libremente delante de nosotros, también en la vida monástica, aunque es una vocación donde se corre fácilmente el riesgo de pensar que el camino ya ha sido fijado desde siempre y para siempre.

Creo que debemos reflexionar acerca de nuestra vocación y nuestra forma de seguirla a la luz de la percepción que San Pablo tenía de su fidelidad a la vocación recibida de Cristo.

“Ciertamente, (...) no es que crea que ya soy perfecto; más bien continúo mi carrera por ver si puedo alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó a mí. Por mi parte, hermanos, no creo haberlo conseguido todavía. Sin embargo, olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, al premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos; y si en algo pensáis de otra manera, también eso os lo hará ver Dios. Por lo demás, desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos en la misma dirección” (Flp 3, 12-16).

Este pensamiento me conforta, porque lo que a menudo nos inquieta es cimentar nuestros planes futuros mirando hacia el pasado. Tal vez en este sentido, también Cristo nos invita a seguirlo sin mirar atrás (cf. Lc 9, 62). Mirar hacia atrás nos impide avanzar, ya sea por un pasado desgraciado, sembrado de ruinas, o peor aún, por un pasado glorioso y halagador que es más difícil dejar de tenerlo a la vista. No podemos correr hacia adelante mirando hacia atrás.

Esta vez, la Comisión Preparatoria me envió, a través del Abad General, un tema para profundizar: “El carisma monástico en el siglo XXI”. Así es que también ustedes me invitan a mirar hacia adelante, más que hacia atrás. Dicho esto, el pasado no deja de tener importancia en nuestro camino. Nos sostiene como las raíces sostienen al árbol que crece en altura y anchura para abrazar el tiempo y el espacio en tensión hacia el cielo. No debemos mirar atrás, sino hacer memoria. Esto significa que el pasado no debe quedar atrás: debe acompañarnos, debe permanecer vivo en nosotros. Así el pasado se convierte en tradición, transmisión, herencia, lo que significa que éste puede, a través nuestro, ir más allá de nosotros. Puede adelantarnos, ir más allá de nuestra vida, llegar a ser incluso nuestra herencia.

El tema por tanto, es ser conscientes hoy de nuestra responsabilidad de engendrar, de nuestra responsabilidad paterna, materna, hacia las generaciones venideras. El siglo XXI, o incluso el tercer milenio, no es tanto un espacio de tiempo, cuanto una descendencia. Dios no prometió tanto un futuro temporal a Abraham y todos los patriarcas y reyes, que era demasiado abstracto para la mentalidad judía, sino un futuro de descendencia, lo cual significa un futuro humano, vital, personal, cultural en el sentido profundo. Un futuro que depende también del hecho de ser yo vínculo entre mis padres o madres y mis hijos e hijas.

Me siento incómodo cuando veo que el deseo de tener vocaciones en nuestros monasterios, a menudo no es tanto una preocupación por la fecundidad, cuanto el poder mantener en pie la casa, la empresa, el monumento, la propiedad. Es como si quisiéramos vocaciones sólo en función de la estructura, en vez de querer transmitirles la vida, la vocación como una vida. El signo de un deseo de verdadera fecundidad es, incluso en este campo, no olvidar que estamos llamados a una fecundidad virginal que permanece siempre misteriosa, pues sólo pasa por nuestros medios humanos en la medida en que estos medios se ponen al servicio de la obra de Dios, del Espíritu Santo, como María puso a disposición de Dios su cuerpo, alma, espíritu, vida, relaciones, como también su relación con José. La relación virginal con la realidad, permite que Dios actúe como él quiere. Es una apertura de corazón a una fecundidad que no es nuestra, que no comprendemos, y que por lo tanto, es una fecundidad mayor que la nuestra

“Sí, os digo que nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o tierra por mi causa y por el evangelio, recibirá ya en este tiempo, el céntuplo en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, con persecuciones y, en el mundo futuro, la vida eterna” (Mc 10, 29-30).

No olvidemos que la fecundidad virginal es más sólida que la fecundidad carnal, pues está libre de condicionamientos inmediatos. Los padres que no tienen hijos, no tendrán descendencia. Por el contrario, nuestra descendencia puede incluso sobrepasar generaciones, puede seguir engendrando después de nuestra muerte, o después de la muerte de una comunidad. ¡Cuántos monasterios cistercienses han muerto y resucitan después de décadas o siglos! Esta actitud virginal y evangélica de concebir la fecundidad de nuestra vida, de nuestras comunidades, de nuestras órdenes y, en general, de nuestra vocación monástica, es un punto crucial que, en mi opinión, decidirá nuestra vida en las próximas décadas. Digo “nuestra vida” y no “nuestra supervivencia”, porque Cristo no nos prometió sobrevivir, sino resucitar. Pues sobrevivir es muy poco. “¿No hacen lo mismo los publicanos y los paganos?” (Mt 5, 46-47). Nuestra fe no se basa en la resurrección de Lázaro, de la hija de Jairo y del hijo de la viuda de Naín, sino en la resurrección final de Cristo que, por el bautismo, se ha convertido en nuestra vida eterna. Vivir para sobrevivir es, en el fondo, una opción de muerte, una opción de miedo, que nos hace perder la alegría de vivir, de vivir el hoy como un instante en el que el Dios Eterno nos hace participar en su Ser que es Amor. ¿Puede entonces haber una plenitud de vida mayor que este instante? Y esto, incluso si el momento siguiente tuviera que ser el de mi muerte, o el final de mi comunidad. Sin esta virginidad evangélica ¿qué novedad aportaría nuestro carisma monástico al mundo de hoy?

El hombre del siglo XXI, habiendo perdido el sentido de la vida eterna, vive para sobrevivir. Todos los programas políticos y sociales y los de las religiones “a la carta”, proponen medidas de supervivencia. Supervivencia a la catástrofe ecológica, a las enfermedades, a la depresión, supervivencia a los accidentes, al terrorismo, a la invasión de los inmigrantes. ¿Qué propone nuestro carisma a este mundo, a esta cultura de la globalización, del siglo XXI, que encontramos por todas partes en Europa, América, Asia, África y Oceanía?

San Benito insiste mucho en la elección de vida como motivación profunda de nuestra vocación. En el Prólogo de la Regla, la única publicidad vocacional que hace es preguntar como Dios y por lo tanto en el corazón del hombre, si él o ella “quiere la vida y desea ver días felices” (RB Prol. 15), y enseguida responde que, desear la vida significa querer una “vida verdadera y perpetua, veram et perpetuam vitam” (Prol. 17). Así que no es una vida de ensueño, una mera supervivencia o, sobre todo, una vida cómoda que se vive en la inmanencia, sino una vida, hic et nunc, eterna, la vida eterna que comienza en la vida presente.

La Regla entera ilustra esta vida verdadera y eterna, es ese “camino de vida” que “el Señor, en su bondad, nos indica el camino de la vida” (Prol. 20). Si no proponemos esto, si nuestras comunidades no viven para esto, si no son una escuela de vida verdadera y eterna, no ofrecemos nuestro carisma, y no somos realmente fecundos. Pues, ser fecundo significa transmitir la vida, y nosotros estamos llamados a vivir y transmitir la vida verdadera y eterna que el Cristo Pascual nos comunica a través del bautismo.

Digo todo esto porque esta visión nos permite vivir nuestras debilidades y nuestras muertes como una oportunidad para testimoniar la verdadera vida, la verdadera fecundidad que Cristo hace siempre posible. La fecundidad de los mártires se manifestaba en el modo excepcional como morían.

Esta es una herencia directa de Cristo crucificado: “al ver el centurión que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39). ¿Qué vio este pagano que fuera tan convincente en la muerte de Cristo? Tuvo la gracia de ver que Jesús moría con un sentido, un amor, que hizo de esta muerte el testimonio de una vida más grande, de un sentido de la vida más fuerte que la muerte. No es una coincidencia que San Benito ponga, seguidos tres instrumentos de las Buenas Obras que hablan de vida y muerte:

“Anhelar la vida eterna con toda codicia del espíritu. Tener la muerte presente todos ante los ojos todos los días. Vigilar a todas horas la propia conducta” (RB 4. 46-48).

En el deseo de vida eterna todo adquiere sentido: cada momento de la vida temporal así como la muerte inevitable. Y nada es una prueba más evidente de la vida eterna, que una vida y una muerte que encuentran en ella su sentido y su cumplimiento. El siglo XXI es el siglo de una cultura en la que el hombre ya no sabe dar sentido a la vida y a la muerte, porque es una cultura de inmanencia que ha perdido el sentido de la vida eterna. ¿Hay un deseo de vida eterna en nuestros monasterios, en nuestras liturgias, en nuestra vida fraterna, en nuestra acogida, en nuestro silencio, en nuestra palabra? ¿Vemos en nuestra vida y en nuestra muerte que Cristo resucitado ha vencido la muerte y así da un sentido eterno a la vida?

Comprendemos que estas preguntas no pueden ser respondidas con un esfuerzo moralizante. No se trata de hacer algo más, o algo diferente o mejor. San Benito nos hace ver que se trata más bien de trabajar el deseo, la mirada interior, la guarda del corazón, para dar un sentido profundo a la vida humana ordinaria, que se vive tanto en el monasterio como en todas partes por nuestros hermanos y hermanas. Hemos de tener presentes a aquellos y aquellas que nos han transmitido este patrimonio. Si hoy somos monjes y monjas lo mejor que podemos, es porque, de la mejor manera posible, hemos sido engendrados en esta vocación. Así como tengo la certeza de estar ligado a Adán y Eva por una cadena ininterrumpida de generaciones, así también, si hoy soy cisterciense, significa que una misteriosa cadena espiritual conecta sin cesar mi vocación a la de los primeros abades y monjes de Císter, y a través de ellos sin interrupción, a san Benito.

Cuando nos reunimos en el Cister en mayo, para ver juntos las posibilidades de colaborar como Familia Cisterciense en el mantenimiento y utilización de nuestro lugar de origen, en particular del Definitorio y de las huellas de la primera iglesia, fue evidente que el Espíritu nos permitió encontrar en toda su frescura, la fuente de una vida que nos engendra hoy. Creo que en este sentido tendremos que encontrar la forma de vivir juntos el 900 aniversario de la Carta de Caridad con una forma de piedad filial que pueda regenerarnos para engendrar por nuestra parte, una descendencia cisterciense más preocupada, como Abraham, de ser una bendición para el mundo de hoy, más que un juicio que nos condenaría a nosotros en primer lugar.

Todo carisma es ante todo un don, una gracia, y sigue siendo un carisma si sigue siendo acogido y transmitido como una gracia. Nadie es dueño de un carisma, a veces están los llamados guardianes del carisma, que en realidad son sólo sus secuestradores. No hemos recibido nuestro carisma para convertirlo en rehén de nuestra sed de poder, de nuestra vanidad o de nuestro miedo a perder la vida por Cristo. Un carisma hace más bien profetas, y ser profeta significa ser siervo de un don que se da. Es como poseer un manantial: lo conservo si lo dejo fluir lejos de mi terreno, de lo contrario, la fuente se convierte en estanque podrido. Recientemente me impactó una frase del profeta Amós leída en Vigilias: “Cuando el Señor Dios ha hablado, ¿quién rehusará ser profeta?” (Amós 3, 8).

En la historia de nuestro carisma, muchos aceptaron transmitir la Palabra que Dios les confió. Se trata de nuestros autores espirituales, nuestros santos, los monjes y monjas que han sabido revivir de una manera particularmente sensible y visible la llama de nuestro carisma.

Tras haber promovido aquí, hace seis años, un trabajo común para que santa Gertrudis sea reconocida como Doctora de la Iglesia, hemos recorrido un largo camino, tal vez no demasiado en el sentido de la causa, sino... de la causa del sentido. Quiero decir que los estudios, reuniones y sesiones que provocó esta causa nos convencieron de que lo que deseamos para la Iglesia ya es una realidad para nosotros: Gertrudis es para nosotros profeta de una palabra de Dios que puede hablar al hombre del siglo XXI y darle sentido a su vida por medio de una relación viva y amorosa con Cristo, y por Él, con la Trinidad.