P Michael-Davide Semeraro, OSB
Superior de la Comunidad de
Nuestra Señora, Rhemes (Italia)

¡DAME UNA MANO!

Lecturas del Domingo 19 del Tiempo Ordinario
1 R 19,9-13; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33

 

MichaeldavideLa Palabra de Dios nos conduce desde el desierto hasta el mar, desde el milagro de la multiplicación de los panes hasta el apaciguamiento del barco de nuestro corazón, arrastrado por mil olas. Nosotros estamos conscientes que “comieron todos y se saciaron” (Mt 14, 20), y también sabemos que los discípulos hubieran preferido enviar lejos a la multitud con la excusa de que “el lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada” (Mt 14,15), pero son capaces no sólo de alimentar a la multitud, sino también de darles tal cantidad que quedaron doce canastas llenas de sobras para que se llevaran. Pero no sabemos, el texto no dice nada al respecto, si los discípulos comieron con ellos, si comieron solos o en la barca. Tampoco queda claro si el Señor comió; solo se dice que Jesús envió “inmediatamente” a los discípulos lejos. Cuando ellos y la multitud se habían marchado, subió al monte para estar a solas y orar. Mateo insiste, “al atardecer estaba solo allí” (Mt 14,23). Nos encantaría entrar en este misterio de la soledad de Jesús, que corresponde tan bien a lo que Elías –no sin dificultad, porque tuvo que renunciar a sus propias expectativas y sus esperanzas secretas sobre Dios y sobre sí mismo-experimentó, “el susurro de una briza suave” (1 R 19,12).

Más allá de cualquier traducción de este versículo de la Escritura intraducible, podemos dejarnos envolver por la íntima experiencia que evoca, la de un corazón capaz de percibir la realidad. Así como el viento en la playa que alivia, al mismo tiempo nuestra piel siente la fuerza del sol y la frescura del mar. Así como el toque sutil eriza nuestra piel cuando el amado pasa cerca nuestro y sentimos su presencia sin abrir nuestros ojos. Tal como el suave murmullo que lleva el eco de una música lejana y nos transmite una dulce nostalgia. Así es descansar en el Señor, así es el alimento que proporciona, este es el alimento secreto que lo nutre durante cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. Así es el susurro interior que alimenta y conforta al Señor.

Mientras en la montaña todo está tan tranquilo, unos pocos pasos más lejos la barca está siendo zarandeada por las olas, porque “el viento era contrario”. Doce canastos llenos de pan –un canasto entero para cada uno, para evitar cualquier excusa de discusión– no garantizaba ni la vida ni la paz de los discípulos. Todo lo que puede promover su paz, y que nos puede dar paz a cada uno de nosotros, no es nada más que la presencia de Dios.

JuliusSchnorrvonCarolsfeldJesús, quien, luego de haber sido confortado por la oración: “Y a la cuarta vigilia de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar” (Mt 14,25). A pesar de haber ayudado a alimentar a la multitud, los discípulos se turbaron y de miedo se pusieron a gritar. Aunque parezca extraño –y ¿no es lo mismo para nosotros?– ellos no reconocieron al Señor cuando les habló “en una suave briza” (1R 19,22), en vez de una tormenta violenta o en un terremoto. Así también nos sucede a nosotros, Pedro, en vez de estar asombrado, cede a la necesidad de pedir aún más, incluso poniendo a prueba al Maestro, tomando el papel del Tentador, “si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas” (Mt 14,28). En contraste a su reacción con Satanás, el Maestro cede a la petición de Pedro. Sin embargo, cada vez que le decimos “Sí”, simplemente expresamos nuestro miedo de vivir nuestro consentimiento. Repentinamente, agobiados por nuestros temores comenzamos a hundirnos. Al igual que Pedro, conocemos el temor de hacer realmente lo que pedimos que haga, ridículo y patético al mismo tiempo. No estamos acostumbrados a encontrarnos tan conformados a la “luz” de Dios que nos llama a venir hacia Él sobre las aguas. La libertad que nos ofrece, en vez de darnos alas, nos asusta y nos hace gritar “¡Señor, sálvame!”. El hecho de que el Señor nos tome en serio nos atemoriza.

La multitud ha sido saciada sin decir una palabra, se ha dejado transformar por la mano del Señor como un niño en el pecho de su madre, y se ha marchado satisfecha y contenta. El Señor se deja recargar interiormente por el Padre al ir confiadamente a orar solo en la montaña. Nosotros como sus discípulos, nos enojamos y complicamos por el viento contrario a tal extremo que olvidamos la mano del Señor que nos sostiene firmemente a pesar del viento. ¡Dejémonos sostener por esta suave mano! Dejémonos impregnar por la suave fuerza de la mano que nos salva, y se nos da completamente con infinita dulzura al único Salvador de nuestra vida. Que nunca seamos arrojados del precipicio al mar, bajo la influencia del temor que nos pesa como una piedra de molino. Más bien dejémonos llevar por su palabra “¡Ánimo!, soy yo; no temáis” (Mt 14,27). Si hemos escuchado aunque sea una vez en toda nuestra vida esa voz, entonces arderá en nuestros corazones “una gran tristeza y un dolor incesante” (Rm 9,2), como un fuego que nos devora, la pena de saber que otros pueden estar atemorizados. En tal caso, podemos decir con Pedro “¡Dame una mano!” y no cualquier mano, sino una mano que se prueba por su firmeza.